Cuando llegaba la temporada de cosecha del karité, Asiba no iba a la escuela durante cuatro meses. Acompañaba a su madre a las afueras de la aldea antes del amanecer y le extrañaba encontrarse tan temprano con hogueras encendidas y con mujeres que iban en busca de agua. No muy lejos de casa se salían del sendero siguiendo los destellos que sus linternas provocaban en los restos de algodón que el viento del harmatán había dejado atrapado en las ramas de los árboles para recolectar los frutos del árbol de karité. “Es nuestro oro, el oro de las mujeres”, le repetía su madre. Llamado así por su color dorado y porque proporciona empleo e ingresos a alrededor de tres millones de mujeres de la región del Sahel, que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), trabajan directa o indirectamente con la manteca de karité.

En Benín, mujeres como ella son la clave de la economía doméstica y conocen los beneficios del karité, un árbol respetado y venerado que puede tener una vida de 400 años y alcanzar 15 metros de altura. Constituye uno de los pilares de la alimentación de las comunidades rurales de esa franja geográfica y tanto la recolección de sus frutos como el ciclo de producción y su comercialización en los mercados locales es tarea exclusiva de la mujer. La manteca de karité, muy rica en nutrientes y vitaminas, es su producto más preciado, cuyo consumo en alimentación se estima en unos 10 kilos por persona y año en África Occidental, según la FAO.

Sus frutos cuentan con múltiples usos: la pulpa se come, con la almendra se hace mantequilla utilizada para cocinar, la fabricación de cosméticos, jabón e incluso como sustituto del chocolate. Además, anualmente se exportan entre 40.000 y 75.000 toneladas a Europa y de 10.000 a 15.000 toneladas a Japón, según la FAO, principalmente para las industrias alimentarias, farmacéuticas y cosmética

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